Diez años de rodaje: el tiempo y la vida en "El príncipe de Nanawa"

La película precedente de Clarisa Navas era prodigiosa. Las mil y una (2020) se centraba en una historia de amor entre dos chicas muy jóvenes de un barrio humilde de Corrientes, aunque el registro del contexto era tan determinante como la historia amorosa que sostenía el relato. El concepto espacial de aquella película, en donde se privilegiaba el plano secuencia, era ostensible. Navas filmaba con autoridad y decisión. El príncipe de Nanawa confirma la madurez de la cineasta correntina de 35 años, así como su versatilidad, pero tal descripción es algo imprecisa. No muchos cineastas son capaces de hacer que el cine y la vida resulten dominios indistinguibles. Eso es lo que sucede en este largometraje, que podrá verse en agosto en el Malba.
En Nanawa, ciudad paraguaya que linda con Clorinda, durante un rodaje para una serie de mujeres de Canal Encuentro en 2015, Navas conoce a Ángel. Si bien es un niño plebeyo, su relación con el mundo transmite una confianza inusitada, tal vez asentada en su locuacidad y en la lucidez precoz con la que puede referirse a un dilema regional relacionado con el bilingüismo. Que al paso alguien lo describa como un príncipe es comprensible.
Hay títulos indelebles en la historia del cine, como Primer plano y Santiago, momentos en los que el encuentro de un cineasta con un personaje inscribe algo en la historia misma del cine, algo que pasa muy de vez en cuando. Es que lo que sucede acá frente a cámara y durante diez años de rodaje es una conquista del cine sobre aquello que lo define. Es el tiempo lo que en esta película se alcanza a percibir; se toca el tiempo de una vida. Solo eso implica ya un motivo de celebración.
Se estrena "El príncipe de Nanawa"
Pero la película es algo más. En el tiempo compartido y filmado se delinea una institución afectiva que desconoce cualquier clasificación. No es una familia, no es una comunidad, sino más bien una difusa entidad afectiva parida por el cine; se constituye un lazo amoroso entre la cineasta y el protagonista, que incluye a la familia de Ángel y a los poquísimos colaboradores de Navas, un modo de vivir con otros que no tiene nombre. Por eso El príncipe de Nanawa es una película irrepetible e inolvidable; un misterio sobrevuela su duración de casi cuatro horas, el tiempo para que el tiempo se deje ver en su incesante trabajo sobre el cuerpo y el alma.
–En el preámbulo, el relato introduce el momento del encuentro con Ángel, la conciencia detrás de cámara de que ese niño es una persona singularísima. También se puede detectar el primer atisbo de afecto entre usted y él.
–En ese primer encuentro pasó algo muy único. Después de la entrevista, Ángel se quedó toda la tarde conmigo mientras seguíamos grabando la serie de Canal Encuentro. Al momento de despedirnos, me dijo que por favor no me olvidara de él. Le dije que no me olvidaría y que iba a volver para mostrarle lo que habíamos hecho. Me costó mucho despedirme porque sentí que algo muy especial había ocurrido. Unos meses más tarde, la necesidad de verlo y cumplir la promesa se hizo más fuerte. En ese tiempo lo único que se me ocurrió fue decirle que hiciéramos una película juntos. No sabía bien de qué; me imaginaba una suerte de película-diario, algo que nos permitiera estar en contacto
Ángel, de adolescente.
–Hablamos mucho con Ángel de cómo podría ser esta película; hay algo que estuvo muy claro desde el principio: cuando él tomó la cámara lo primero que hizo fue grabarme a mí. Comprendí que este modo de compartir iba a desestabilizar completamente la idea de alguien que es filmado y otro que filma. Fue un proceso que desde el arranque se fue armando en un “entre”; se convirtió en una forma de compartir la vida mientras la filmábamos. Ángel tenía su propia cámara para cuando se quedaba solo. Nunca acordamos una duración. Cuando nos quisimos dar cuenta, ya existía un vínculo demasiado fuerte, e incluso nos olvidamos de estar haciendo una película. En diez años pasa de todo.
–Si bien hay otros casos en los que la cámara se propone seguir por años a un personaje y filmarlo, su película tiene elementos únicos. ¿Cuándo comprendió que había que seguir filmando la vida y el crecimiento de Ángel?
–Al comienzo pensaba que iba a ser una experiencia que abarcaba la niñez, pero recuerdo una conversación con Ángel en un viaje por Sapucai (Paraguay), una semana después de que falleciera su papá. Mientras caminábamos, preguntó qué iba a pasar cuando le cambiara la voz, si era el momento en que el rodaje terminaría. Me salió decirle que no, que podíamos seguir y que hasta podía ser una película eterna. Ese fue el momento en que nos dimos cuenta de que había que seguir porque el propio Ángel estaba reclamando eso. Su intuición le decía que esto iba a ser un recorrido largo.
Ángel, ya un adulto joven.
–El tiempo de él abarca su niñez, luego su adolescencia y su paso veloz a la vida adulta. Usted, por otro lado, no es la misma como cineasta. Se trata de una maduración mutua. ¿Hoy puede ver qué cambió desde el inicio hasta el final de la película en tanto cineasta y qué cree haber aprendido en ese tiempo de rodaje sin límite?
–Después de estar diez años filmando, me doy cuenta de que hace falta tiempo para conocer y hacer una película del “estar ahí”. Las lógicas industriales del cine tratan de que el tiempo sea efectivo y rendidor. Un cine del estar ahí es todo lo contrario: a veces ni se filma, se está en el tiempo y se registra lo que se va modificando, lo que contradice algo anterior, encontrando cosas en las variaciones y las repeticiones. Mientras tanto se está ahí, haciendo imágenes, en espera. Muchas veces me preguntaba qué esperábamos que sucediera. El tiempo de espera es uno de los mayores aprendizajes, que tiene que ver con el cine, pero más aún con la vida. La verdad es que el encuentro con Ángel me cambió para siempre, y eso excede al hecho de hacer cine.
–Hay una escena notable: es la del padre que entra en cuadro y sale de él lentamente. Es casi un espectro, pero esa escena permanece, porque él es una presencia secretamente ineludible. ¿Puede contarnos más sobre el padre de Ángel y su incidencia?
–Ese pasaje es el último registro que teníamos del papá. En los cientos de horas de la cámara de Ángel, ese plano fijo estaba perdido entre tantas otros. A veces, Ángel dejaba la cámara grabando durante mucho tiempo y se iba. Hay planos que cobran un valor único luego de un tiempo. La diferencia de edad entre Ángel y su papá era decisiva. Lo había tenido a sus 73 años, aproximadamente; entonces no lo pudo filmar mucho. Eugenio o Don Crespín, como era conocido en Nanawa, era un hombre muy particular, un anarquista que a principios de la década de los 90, con su edad avanzada, emigró a Paraguay desde Argentina a raíz de diversas crisis. Ángel recuerda que su padre, que tenía un comercio, escribía poemas en los pizarrones cada día. Era un hombre con ideales muy firmes, muy atípico y crítico de este sistema. La película alcanzó para hacer un registro del tiempo final de su vida; en las palabras de Ángel, él está presente, también en las decisiones vitales.
El director de fotografía Lucas Olivares, la directora Clarisa Navas, el protagonista Ángel Omar Stegmayer Caballero y la productora Eugenia Campos Guevara: el film fue premiado en el festival internacional de cine documental Visions du Réel.
–Son muchísimos años filmando a una persona, pero los recortes son la clave. ¿Cómo concibieron el montaje?
–Lo trabajamos en varias etapas: al comienzo editamos con Eugenia Campos Guevara y Lucas Olivares. Llegamos a un corte de ocho horas. A partir de eso pasamos a trabajar con nuestra montajista, Florencia Gómez García, con quien ya habíamos montado Las mil y una. Fue un montaje donde las elipsis y omisiones jugaron un papel clave en la concepción del tiempo. Hay ciertas interrupciones que luego se retoman mucho tiempo después. No queríamos seguir un hilo de causalidades, aunque sí respetar las sensaciones que cada etapa vital compartida había sedimentado. Dar cuenta de la experiencia de ser en cada edad fue muy complejo y desafiante. Teníamos que plasmar las mutaciones de un vínculo y dejar constancia de que esas modificaciones esenciales precisaban de un tiempo, lo que implicaba evitar síntesis obligadas que terminaran atomizando las experiencias y dejando de lado el proceso.
–En una película como la suya no faltará quien sospeche sobre la relación entre quien filma y es filmado. La distinción de clase es un interrogante ético de la estética. ¿Qué puede decir al respecto?
–Empezaría pensando qué se entiende por cineasta: podríamos hablar de cineastas herederos, cineastas que pueden no trabajar, cineastas que nunca vivirán del cine, cineastas que están manejando Uber, cineastas que hace rato trabajan de cualquier otra cosa, cineastas de algún barrio perdido de alguna provincia, cineastas que no tienen un peso, pero necesitan ilusionarse con algo, cineastas que estudiaron cine gracias a la educación pública de este país y que aún esperan alguna oportunidad. Parece la clasificación de Borges de esa enciclopedia china de los animales, pero creo que es necesario pensar en la figura del cineasta.
Quizás habría que comenzar a sospechar primero de las categorías con las que leemos el mundo. La sospecha, igualmente, siempre se adelanta al acontecimiento y lo completa de antemano con la imaginación, que a veces está muy prefigurada por cosas previas. Si la sospecha es respecto de quién filma y quién es filmado, me parece interesante la pregunta porque justamente la película está poblada de gestos que desestabilizan esa lógica binaria. A lo largo de diez años, la estética de esta película se desprende de una ética, y más que puesta en escena, lo que está filmado proviene del hecho de poner el cuerpo en una experiencia hasta que la luz del momento salpique y el encuadre se adapte a la vida compartida.
Clarin